Nunca he podido entender el chauvinismo. Es decir, entiendo perfectamente a quienes lo usan como forma de manipulación y control porque, evidentemente, les resulta muy rentable. A quienes no puedo entender es a aquellos que lo ejercen y lo padecen porque esos pobres diablos, aparte de coba y contentillo, no obtienen nada de esa inmensa estupidez.
El chauvinismo es la creencia irracional en la superioridad de un grupo social sobre otro, de un territorio sobre otros, de una cultura sobre otras, etc.
El término chauvinismo proviene de una vieja historia que parece nunca haber ocurrido: el soldado francés de La Grande Armée Nicolas Chauvin resultó gravemente herido, desfigurado y mutilado en las guerras napoleónicas. Por su lealtad y dedicación, dicen que el mismísimo Napoleón le otorgó el Sable del Honor y una pensión raquítica que a duras penas lo mantenía con vida. Después de que Napoleón abdicó, Chauvin mantuvo su fanática creencia bonapartista en la misión de la Francia imperial, a pesar del evidente fracaso y la impopularidad general de dicha campaña. Es decir, el pobre pendejo de Chauvin estaba jodido, pobre, enfermo y vuelto mierda pero también estaba contento y agradecido. Hagan de cuenta un petrista.
Y digamos que ser patriotero en la Francia Imperial era, no sé… Hasta cierto punto comprensible. Lo que es irracional, absurdo y digno de estudio es ser chauvinista en Tegucigalpa, La Paz, Bogotá, Lima, Quito y demás puebluchos cochambrosos de América Letrina. Eso es algo que no tiene explicación por fuera del DSM-5. ¿Cómo podría alguien estar orgulloso de Cúcuta, Comayagüela o San Juan de Lurigancho? ¿Cómo?
Pero lo están. Por absurdo e inconcebible que parezca hay miles de personas orgullosas de Cúcuta, de Lima y de Socopó. Miles de personas en Cúcuta ven a diario el desorden, las toneladas de basura tiradas en la calle, la delincuencia, la miseria, la corrupción, el ruido, los animales abandonados, la mendicidad desbordada, la prostitución infantil y después piensan: ¡esta ciudad es lo máximo! Y a esas personas les permiten elegir a sus gobernantes…
Donde dice Cúcuta ponga el nombre de cualquier ciudad letrinoamericana. Puse a Cúcuta de ejemplo porque es uno de los lugares más feos que he visitado pero siendo honesto, la situación descrita es común, con contadísimas excepciones, a toda América Letrina.
Los chauvinistas, enfermitos mentales sin duda, están orgullosos del desastre que causan, alientan o cuando menos dejan pasar y rehúsan corregir. Sentir orgullo de vivir en un basurero creado por ellos mismos es desconcertante pero lo es más que también sientan orgullo por cosas de las cuales, aunque no tuvieron ninguna participación en su creación, sí son los protagonistas de su destrucción: ríos, mares, montañas, selvas…
Personas que se sienten orgullosas de su río Magdalena, esa enorme cloaca que transporta la mierda de cuando menos 35 millones de simios sucios que con su existencia demuestran que la naturaleza, por sabia que sea, también se equivoca. Otros hay que se sienten orgullosos de sus montañas: enormes formaciones geológicas donde para ver un animalito hay que poner cámaras trampa y dejarlas allí por meses porque los campesinos de la zona ya los mataron a casi todos. [Aquí quiero escuchar Creep de Radiohead]
Y después tenemos a quienes se sienten orgullosos de su cultura y de sus costumbres. Esto es fascinante. Están orgullosos y disfrutan de las corridas de toros, del coleo, de las peleas de gallos y de las corralejas. Sienten orgullo y disfrutan de prácticas que harían avergonzar a cualquier individuo que no haya nacido per faexal viam. Los chauvinistas no solo son estúpidos, también son perversos.
El chauvinismo es inoculado en los niños desde el hogar, la calle y la escuela. La verdad es que la mayoría no tienen escapatoria y están condenados a vivir una vida de micos imbéciles que celebran goles ajenos. A mí también me contaminaron con esos embelecos desde la tierna infancia. Por fortuna pude quitarme la costra y liberarme de himnos, escudos, banderas, fronteras, religiones, partidos políticos, aficiones enfermizas y orgullos pendejos sobre asuntos en los cuales no tuve nada que ver.
Solo me siento orgulloso de mis pequeñas victorias y admito que, en muchas de ellas, la suerte hizo más que yo. No he ganado un campeonato mundial, ni un premio Nobel; nunca fui el empleado del mes (de hecho nunca tuve un trabajo en el sentido estricto del término) ni descubrí la cura de la tricomoniasis en un pan mohoso. Me alegra que otra persona gane algo después de mucho esfuerzo pero no me siento orgulloso de ello. ¿Por qué debería?
Que alguien haya tenido la desdicha de nacer en el mismo paisucho que yo no hace que me sienta orgulloso de sus triunfos. Me alegra que le(s) vaya bien, repito; quizás sienta admiración pero, ¿orgullo? No, orgullo no. Solo se puede sentir orgullo por aquello en lo cual se intervino. Lo demás es hurto y de eso sí que sabemos en el trópico: a falta de triunfos propios nos robamos los ajenos. ¿Cómo voy a celebrar que 11 maricas que no conozco ganen un partido de fútbol solo porque nacieron dentro de las mismas líneas imaginarias que yo y nos castiga el mismo puto código penal?
Con el chauvinismo los manejan como a niños porque son niños. Llegan a viejos pedorros y viejas escurridas siendo infantes: defiende tu barrio, defiende tu pueblo, somos los mejores, vota por nosotros que también amamos la tierrita (o sea ayúdanos a robar), quiere a tus familiares, da la vida por tu país. ¿Dar la vida por un país? ¿Por cuál? ¿Por Colombia? No, las güevas, no doy una uña por ese chiquero… Ni por ninguno.
El desarraigo duele (al principio) porque nos obliga a ver y reconocer que las personas que más queríamos y admirábamos nos mintieron todo el tiempo: que la bandera es un trapo, el himno un sonsonete y la nacionalidad un ridículo concepto jurídico. Empero, después de pasado el escozor de saberse engañado uno se libera de un peso que nunca debió cargar y usa la bandera para lo único que sirve: para limpiar el polvo. Los invito a probarlo. O a dar la vida por su país. Al final me importa un carajo lo que hagan.